Tenía poco más de tres años, mi madre había dejado tumbada en el sofá a mi hermanita recién nacida para que yo pudiese verla. Apoyados mis brazos sobre el asiento para protegerla y algo recostado para contemplarla, estaba maravillado. Es mi primer recuerdo, algo difuso, pero es el que tengo. Ninguno anterior, después, sí: la familia, los colegios, los amigos, los juegos, los estudios, las chicas, las parejas, los trabajos, los hijos, las casas, los éxitos, los fracasos, las alegrías, los disgustos… los que ya no están. Los que ya no están.
Cuando pienso en el tiempo que me queda por vivir, pienso en mi padre. Cuando yo nací, él tenía veinticuatro años. Hoy tiene ochenta y dos. Cuando yo nací, él era un hombre joven, muy joven. Han pasado cincuenta y ocho años. ¿Cuántos años nos quedan por estar juntos? Si todos estos años se nos han pasado como un suspiro, lo que queda es nada. Nada.
Cuando veo un anciano solo, con la mirada perdida, dejando pasar el tiempo sin hacer otra cosa que, posiblemente, contemplar, recordar y meditar, pienso que solo los recuerdos nos dan cierta perspectiva de nuestra brevedad en esta vida. El resto es aún más efímero.
José Luis Águeda
Editor
«Repasa cuanto has vivido, Verás qué pocos son los días guardados para ti», Seneca.