A casi cien años de su publicación, El ruido y la furia sigue siendo una masterclass de psicología en la literatura
Hace unas semanas, quizá hará un mes o más, leí El ruido y la furia, la clásica novela de William Faulkner que se publicó en 1929 y que resulta, a mi gusto, uno de los tótems literarios del siglo pasado. La historia que en ella se cuenta transcurre mayormente en el Mississippi natal de Faulkner, en el ficticio condado de Yoknapatawpha, localización también de muchas de las otras obras del vetusto maestro americano.
A través de diferentes puntos de vista, la novela nos habla de temas como el paso del tiempo, la decadencia a través de las eras, la herencia cultural y la nostalgia como combustible de las dinámicas sociales. Faulkner valoró que no había mejor forma de hablarnos de todo esto que contándonos la historia de una saga familiar, los Compson, otrora prósperos productores de algodón que ahora se acercan al ocaso de su dominio mientras se aferran como pueden a un tiempo pasado y un estatus que ya no les pertenece.
De Faulkner a Joyce
Sumamente intricada y críptica son algunos de los calificativos que se podrían emplear para definir a esta obra clave de la literatura de los últimos doscientos años. Quizá uno de los aspectos más prodigiosos de Faulkner como contador de historias sea esa capacidad para trasladarnos a la psique de sus personajes, a su forma de pensar, de sentir, de recordar y, en fin, de vivir. Y es que precisamente a sus personajes no se les lee, se les vive, y se les vive de una forma tan pura que puede llegar a resultar violento y voyerista. Es especialmente reseñable el comienzo del tercer capítulo, que, tras un par de cientos de páginas de pensamientos vomitados como por una ametralladora, ininteligibles en su mayoría, nos recibe con un icónico: «Es lo que yo digo, que la que ha sido una zorra siempre será una zorra».
Realmente esta tradición de pensamientos sin filtro, de charladurías tan honestas que rozan lo incómodo, no fueron inventadas por Faulkner. Antes que él llegó Joyce, llegó Woolfe y llegó Proust, entre otros, y todos juntos ayudaron a definir esa divertida (y, para qué engañarnos, en ocasiones tediosa) técnica literaria que se conocería como «flujo de conciencia». Quizá el ejemplo más famoso sea el del Ulises de Joyce, una obra cuyo protagonista tiene un mundo interior tan rico que me hace sentir el gañán más simplón que haya posado sus pies en la Tierra.
Faulkner perfeccionó este arte, plasmando en las páginas de El ruido y la furia los pensamientos de sus tres protagonistas (los tres hijos varones de la familia Compson) de forma tal que reflejan inmaculadamente la manera de ser y de sentir de cada uno.
Tres puntos de vista diferentes
Tomemos como ejemplo al protagonista del tercer capítulo. Jason Compson, tercer hijo de la familia, es, simple y llanamente, un sociópata. Como tal, sus pensamientos abarcan el aquí y el ahora. No suele reflexionar sobre sus acciones, y no tiene muchos remordimientos por el pasado: sus pensamientos apenas involucran a nadie que no sea él y no suelen recurrir a digresiones temporales. Está corroído por el resentimiento y como tal sus opiniones del resto de personajes de la novela son bastante negativas, aunque a estas alturas sepamos que su visión no se alinea con la realidad. En general, el capítulo narrado bajo el punto de vista de Jason es el más directo y sencillo de entender de toda la novela, a excepción del último, narrado en tercera persona por un narrador omnisciente.
Voces de ansiedad, nostalgia y culpa
Los otros dos capítulos también tienen sus particularidades y sus propios estilos, que del mismo modo exploran la psicología de sus protagonistas de forma impecable. En el segundo seguimos a Quentin Compson, primogénito de los Compson y heredero de la fortuna familiar. Quentin es torturado por dos pensamientos recurrentes: por un lado se culpa por la pérdida del «honor» de su hermana; por otro, le aqueja un fuerte amor incestuoso hacia esta. A pesar de que intenta mantener la calma como puede, sus dudas le acosan e interrumpen su narración del tiempo presente de forma constante. Esto resulta en un batiburrillo de desviaciones del discurso que corresponden al periodo tumultuoso por el que está no pasando, sino sufriendo.
Precisamente es cuando Quentin se encuentra más afectado cuando el texto más se aleja de la estructura tradicional. En su nadir emocional las frases se vuelven cortas, carecen de puntuación y mezclan diferentes momentos y recuerdos sin un hilo conductor aparente. Por el contrario, cuando mantiene a raya sus emociones, Quentin recurre a frases complejas con referencias cultas, como cabría esperar del estudiante de Harvard que es.
La mente de un niño
Dicho esto, cabría confiar en que la obra magna de Faulkner esperase a mostrar sus cartas al cabo de unas cuantas páginas. La realidad, sin embargo, es bastante diferente. Nada más comienza, El ruido y la furia descarga todo su arsenal en el lector en la forma de un capítulo tan desconcertante como tratar de discernir un paisaje bañado en la niebla.
El primer pasaje de la novela está escrito desde el punto de vista del menor de los hermanos, Benjy Compson. Benjy sufre una severa discapacidad intelectual que le impide hablar, así como comprender el mundo que le rodea y las tensas y complejas relaciones entre los miembros de su familia. De tal modo, ni hace valoraciones de la actual situación ni contextualiza ninguna de las acciones que presencia o conversaciones que escucha. Para él, todo se presenta como una serie de diálogos y escenas in media res que no suscitan ninguna reflexión o aclaración por su parte.
Por si esto no fuese suficiente, el más joven de los Compson es incapaz de diferenciar entre sus recuerdos y lo que está ocurriendo en el momento actual. El resultado es que, bajo la narración de Benjy, se intercalan diferentes tiempos narrativos sin aviso previo, a veces incluso en la misma frase. Además, todos estos tiempos son expresados siempre en presente, volviendo aún más complicado unir las diferentes piezas de este puzzle.
El milagro sureño de Faulkner
Entonces, ¿por qué leer El ruido y la furia? ¿Por qué pasar el tiempo con un libro que busca, deliberadamente, confundir al lector? Más allá del reto que plantea poder conquistar una obra tan difusa y monumental, la novela de Faulkner se abre como una ventana al paisaje que son las configuraciones mentales atípicas: un discapacitado intelectual, una persona aquejada con depresión, un sociópata. El escritor sureño no se conformó con bosquejar estas mentes; en su lugar, plasmó un cuadro hiperrealista y a todo color.
No digo con esto que los personajes de Faulkner sean los más trabajados y complejos, o que su obra sea la más técnica desde el punto de vista clínico, porque no lo es. Faulkner ahonda en la psique de sus personajes desde la perspectiva humana, desde la perspectiva social. Porque para él no existe otra forma de hablar de temas como el racismo, la clase, la decadencia a través de las eras o los lazos familiares sin pasar por las personas. Si hubiese sido más técnico, quizá se habría llevado el Nobel de Medicina; le bastó, en cambio, con el de Literatura.
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